Debe ser un buen día para ser colombiano. Dentro de 24 horas, la ‘Selección Colombia’ se enfrentará a Brasil por los cuartos de final de la Copa del Mundo en Fortaleza. Una derrota solo marcaría el final del camino de una campaña extraordinaria, la mejor de su historia. Una victoria grabará con letras de oro el nombre de ese país en la historia del fútbol. Mientras tanto, yo, un apasionado del fútbol que mira el mundial con asombro y deleite, pienso en qué lugar ocupa Colombia en mi imaginario.
LOS VOLUNTARIOSOS Y LA GENERACIÓN BENDITA
Pienso en la Colombia de camiseta color naranja de inicios de la década de los ochenta, un cuadro que tenía mucha voluntad, pero pocos argumentos. Recuerdo que Perú le había ganado 2 a 0 en el Estadio Nacional de Lima en su camino a España 82 en una tarde inspirada de César Cueto –un nombre muy querido para los hinchas colombianos– y al día siguiente leí en los periódicos que en Bogotá llovió luego del partido, como si hasta el cielo de la capital lamentara la derrota. Eran otros días en los que, cuando se trataba de fútbol, era bueno ser peruano.
Ese era el orden de las cosas y aprendí que más allá de talentos individuales como el del gran Willington Ortiz, no se podía mirar a Colombia si uno iba en busca de historias de gloria futbolística.
Los primeros conocimientos futbolísticos uno los bebe usualmente del entorno de la familia o los amigos, y con ellos viene una carga de prejuicios que muchas veces debemos ir desechando con el correr de los años. Así, en la sala de mi casa al lado de mi padre, yo aprendí que los argentinos eran malos perdedores, Brasil era el fútbol arte, y que en Colombia no se jugaba tan bien a la pelota.
Pienso entonces en que a partir de la Copa América de 1987, fueron apareciendo en la tierra del café unos hombres, ahora sí, vestidos con camiseta amarilla, pantalones azules y medias rojas –como correspondía–, que se encargaron de desbaratar todos aquellos prejuicios de infancia. Jugaban con el desenfado y la estética que yo creía patrimonio exclusivo de brasileños y peruanos, y se les conocía con apelativos de jugadores de potrero: “El Loco” en el arco, “El Chonto” y “Coroncoro” Perea atrás, “Barrabás” y Leonel de Remedios al medio, y al lado de ellos un costeño extravagante que muy bien podía tener una cola de cerdo, un tocado por Dios al que le decían “El Pibe.” Arriba “El Tino”, junto al "Tren" y a Freddy.
Colombia se terminó de colar en el corazón de todos los sudamericanos una tarde de 1990 en Milán cuando buscaba la clasificación a segunda fase del mundial. Le había hecho un partido para la historia a los futuros campeones Alemania y el empate a cero era un justo premio a su convicción en el fútbol bien jugado. Volvían a una Copa del Mundo luego de 28 años y faltando dos minutos, pestañearon. Entonces, “Migajita” Littbarski les hizo aprender la lección de que frente a los germanos nunca se pestañea. Injusticias del fútbol, nos lamentamos, se sellaba un resultado más para la estadística, una victoria más para la poderosa Alemania.
Minuto 91 y al Pibe, el de la cabellera teñida por el sol de Barranquilla, se le ocurre resolver una jugada en el último aliento del encuentro como si estuviera en una recocha de Aracataca. Entonces, era Freddy, el coloso de Buenaventura, su metro ochenta y ocho enfilando solo frente al arco de Illgner. A Edgar Perea, narrador de Caracol, solo le dio tiempo de suspirar: “¡Ay, Dios mío, Dios mío!”. El disparo de Rincón que pasó entre las piernas del portero alemán y al fondo del arco sur del San Siro fue empujada por toda Sudamérica.
Tres años después, Colombia nos terminó de cautivar a todos, cuando pisó con asombrosa desfachatez el corazón del Río de la Plata e hizo lo que nunca nadie, ni antes ni después, lograría contra el orgulloso Argentina: meterle un cinco a cero que los albicelestes no pueden olvidar cada vez que tienen esa camiseta amarilla al frente. Hasta el Dios Diego les ofreció sus palmas desde las tribunas.
El relato de Marcelo Araujo para la televisión argentina, tiene la solemnidad y el horror de un parte de guerra: “Señoras y señores, el partido está cinco a cero”.
Con el correr de los años, esa generación bendita de Colombia no encontró herederos que estuvieran a su altura. Estuvieron 16 años sin ir a un mundial. Como sucede en mi país –donde la penitencia ya lleva 32 años–, sin embargo, el fervor de la afición colombiana se mantuvo intacto.
LUIS, EL HINCHA DE COLOMBIA
La vida muchas veces tiene la mala costumbre de parecerse al fútbol y nos enfrenta a baches, intervalos oscuros en los que la felicidad se nos escabulle. Durante esos años en los que Colombia veía los mundiales por televisión, a mí me tocaba protagonizar uno de esos paréntesis viviendo en Nueva York.
Entonces, trataba de no olvidar la vocación mientras pagaba las cuentas trabajando en una pizzería. Ahí, conocí a Luis, caleño y compañero de trabajo. Nuestra amistad creció con las ilustradas conversaciones de fútbol que sosteníamos en medio de la indiferencia y la ignorancia de los boricuas, dominicanos y paquistaníes que compartían nuestras horas en la pizzería.
Aprendí a escuchar vallenatos y a querer un poco al Deportivo Cali, equipo que, como decía Luis, siempre le hacía “salir de la ropa”, y me empecé a encontrar con frecuencia los fines de semana por la Roosevelt Avenue de Queens, debajo de la Línea 7 del tren, en busca de una bandeja paisa, un salpicón o unos buñuelos.
También nos enfrentábamos en debates interminables, como si el Perú de los setentas era mejor que la generación del Pibe y nuestros intercambios no estaban exentos de la saludable mofa que acompaña a la pasión futbolera.
“Qué pena con usted, hermano, cómo lo hace sufrir ese equipo ‘pecueco’ del Universitario”, me decía Luis, cada vez que yo trataba de enterarme cómo había quedado la “U” en Lima. Yo, al mismo tiempo, aprovechaba cada derrota del Cali y de la selección colombiana para recordarle que nuestro padecimiento iba en paralelo.
LA TIERRITA
Han pasado los años, y mi amigo Luis intercambió el sacrificio de esos años por la recompensa de una historia de éxito y metas cumplidas en los Estados Unidos. Pienso en su éxtasis y en el de esa gente, con sus historias de desarraigo y de amor incondicional por “la tierrita”, que ahora sueña con este maravilloso Colombia de James Rodríguez y Cuadrado, hijos futbolísticamente naturales del Pibe y del Tino.
Y al ver esa postal de James frente a Uruguay –la ternura con la que baja el balón, los ojos en la nuca mirando al arco como Pelé a Carlos Alberto el 70–, se me ocurre que la hazaña en Fortaleza es posible.
Y al que piense que Colombia va a ser presa fácil de Neymar y compañía, le digo como me decía mi amigo Luis, el colombiano:
-Usted no sabe ni la hora, hermano.
Ver también:
-Tres razones por las que quiero que Colombia elimine a Uruguay
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