Un año antes de morir, mi abuelo, Rafael Arriarán Morote, coleccionó cada uno de los fascículos que aparecían todos los lunes con El Comercio, los empastó y me los regaló por mi cumpleaños. El mundial de México 86 ya había terminado para entonces, pero este libro, hecho a mano, con la tapa del álbum correspondiente y la contratapa con algunas de las figuritas de aquel –aparecen jugadores argentinos como Cuciuffo, Burruchaga, Clausen y dos o tres de la selección de Argelia, ahora irreconocibles– acabó siendo mi única herencia por la vía paterna.
Fue el mejor regalo que jamás me hicieron.
De entre todas las historias y las crónicas de los campeonatos del mundo de este libro, hubo una cuyo lectura recuerdo vivamente. La historia del mundial de Brasil de 1950 sigue emocionándome 28 años después de leerla. Y desde entonces, no puedo evitar hinchar por Uruguay cada vez que juega en el mundial. Y ahora, que la copa del mundo se juega en Brasil, con mayor razón todavía.
Para cuando comenzó el mundial de Brasil en el 50, el mundo salía de la más terrible de las guerras y, por ello, Alemania, Austria, Bélgica, y muchos países recién anexados al bloque soviético, no asistieron: Bulgaria, Checoslovaquia, Hungría, Polonia y Rumanía. Tampoco fue Argentina, al parecer, por una diferencia entre la AFA y la CBF, aunque los historiadores se inclinan mayormente a pensar que la albiceleste simplemente no fue porque así lo ordenó el entonces presidente argentino: Juan Domingo Perón. Para quitarle todavía más lustre a la primera fiesta futbolera que se celebraba desde 1938, tras la larga para sin mundiales que supuso la Segunda Guerra Mundial, buena parte de la selección italiana, defensora del título, había perecido en una tragedia aérea. En 1948 el avión en el que viajaba el equipo de Torino –base de la squadra azzurra en aquel entonces– se había estrellado en un vuelo de vuelta de Lisboa a Italia. Allí murieron Ballarín, Marosso, Mazzola y Ferraris. Al igual que en el Mundial que comienza hoy, todo se había confabulado para que Brasil se llevara la copa, o, bueno, entonces, la Jules Rimet.
La leyenda cuenta que antes de disputarse el último partido con Brasil, varios dirigentes se habían acercado a los jugadores uruguayos a decirles, bueno, ya, con que no nos hagan seis goles, con que nos hagan cuatro, nos vamos contentos.
“Los muchachos me contaban todo lo que pasaba”, relata el mismísimo Obdulio Varela, el mítico capitán de aquella selección, un tipo al que no debía caberle el corazón en el pecho:
Cuando me lo vino a decir Míguez le pregunté por qué no los había echado del hotel. Era lo que correspondía. Y en el vestuario momentos antes, hubo instrucciones parecidas de parte de los dirigentes. Guante blanco, nos dijeron. Ya estamos cumplidos con haber llegado y poder jugar la final.
Varela, no obstante, reunió a su equipo antes de saltar a la cancha, sin saber que instantes después sería el autor del más célebre juramento de la historia del fútbol:
“ Los de afuera son de palo. Cumplidos sólo si somos campeones”
Sigue el mismo Varela con el relato
Estaba bravísimo el asunto. Brasil era una máquina. Eso lo tenían que saber todos. Ese día ganamos porque ganamos. Nada más.Nos llenaron a pelotazos, fue un disparate. Jugamos ese partido cien veces y sólo lo ganamos en la oportunidad que lo ganamos. […] La defensa fue la fuerte. Tuvimos la fortuna de tener un Matías González atrás. Una barbaridad de jugador defendiendo. El “Mono” Gambetta también. Ellos sintieron el rigor del partido y lo aguantaron como hombres. Hasta cambiaron de color. Sí, todavía a 36 años de aquel partido sigo insistiendo que lo que pasó fue que ellos se pusieron nerviosos y que la suerte estuvo a nuestro lado. Brasil era una máquina…¡Qué lindo era verlos jugar! La casualidad nos dio el triunfo…Además de nuestra fé: cumplidos sólo si somos campeones. Y lo fuimos.
Roque Máspoli, el arquero de aquella selección uruguaya, relató para El Gráfico que habían llegado al Maracaná tres horas antes del inicio del partido, por miedo a llegar tarde y perder por walk over.
Nos aguantamos todos los gritos, las bombas, los silbatos de los brasileños. […] Cuando llegamos a la boca del túnel nos pusimos a cantar: vayan pelando las chauchas, vayan pelando las chauchas, aunque les cueste trabajo, donde juegan los celestes, donde juegan los celestes, todos el mundo boca abajo. Salimos. La cancha era imponente. Pero no nos aflojó. Al contrario, el marco nos unió más. […] Cuando empezó el partido, ellos comenzaron a jugar muy fuerte, aunque se equivocaron. Fueron a buscarle las piernas a Ghiggia y a Julio Pérez. Dos jugadores fríos, imperturbables, que ni se mosquearon por la rudeza de los brasileños. Cobraban y seguían corriendo. Ni un gesto, ahí creo que comenzaron a perder. Ellos se pusieron uno a cero, y el marco fue infernal. Desde atrás del arco, escuchaba todo.
Míguez, el centrodelantero de aquella selección, cuenta lo que sucedió en la cancha tras el gol brasileño:
Obdulio Varela fue muy importante. Después del gol brasileño si nos caíamos podía venir la goleada, podíamos ponernos nerviosos y dejarnos atrapar por el partido caliente que los brasileños planteaban. ¿Entonces qué hizo? Agarró la pelota y fue a protestarle al árbitro, a los jueces de línea, a nosotros…Estuvo como dos minutos sin largar la pelota…Cuando fui a sacar, me gritó: aquí ganamos o nos sacan muertos….ahora ellos están fríos y nosotros no.
Schiaffino recordó así para este mismo número de El Gráfico, la jugada que lo llevó a marcar el gol del empate:
Ví que Gigghia había recibido de Obdulio Varela en su sector y enfilé para el borde del área grande. Me fui cerrando. Cortando campo en diagonal, aparecí cerca de la línea del área chica en posición de interior derecho. Ghiggia me hizo un pase justo y como venía, de perfil al arco, la empalmé de lleno con el empeine derecho. Cuando Barbosa voló, la pelota ya había entrado cerca del primer palo y vi que la red se inflaba allá arriba. Era el 1–1. A pesar del resultado, los brasileños seguían festejando, porque con el empate salían campeones”.
Y ahora el mismo Alcídes Ghiggia relata su gol, el que finalmente sacó campeón a Uruguay:
Julio Pérez se acercó a la raya e hicimos la clásica jugada de tuya y mía de aquellos tiempos (hoy se llama pared). Se la pasé, me la devolvió por la punta, le amagué a Bigode, la tiré larga y me fui. Otra vez venía acompañando Schiaffino, esperando el pase atrás como en el primer gol. Barbosa, el arquero brasileño, también pensó que la pelota iba a Schiaffino y dio un paso al frente para cortar. Cuando levanté la cabeza para hacer el pase atrás vi el hueco que había dejado entre su cuerpo y el primer palo y le pegué. Con efecto, Barbosa voló, pero ya era tarde. Por el mismo efecto, a pesar de dar en sus manos, la pelota hizo una parábola y continuó rumbo a la red. Sólo el grito de nosotros se escuchaba…era una cosa extraña. Once celestes festejando ante 200 mil brasileños que no lo podían creer…
Míguez añade al relato
Cuando logramos el segundo gol, sentí el silencio. Si, aunque parezca raro, fue la primera vez que sentí en mis oídos algo que no era ruido…Todavía recuerdo el final. Los brasileños estaban atacando, buscando el empate que los clasificara. Viene un centro desde la derecha y veo que sale Máspoli, pero antes que él salta nuestro zaguero Gambetta y agarra la pelota con las dos manos. Pensé de todo. ¡Se volvió loco!, ¡es penal! Sentí que Andrada lo insultaba. Ghiggia estaba tan extrañado como yo. Recién lo comprendí cuando se me acercó con la pelota entre las manos y me dijo: “somos campeones, hermano”. Él era quién más cerca estaba del árbitro y había escuchado el silbato final, el único que lo había escuchado…No lo podía creer. Después vi pasar a varios brasileños llorando a mi lado y se me partió el alma de lástima…
Poco antes de que acabara el partido, Jules Rimet contó alguna vez que había bajado al túnel que conduce a vestuarios. El marcador iba 1-1, y los brasileños con ese resultado todavía se proclamaban campeones. “El estadio se hallaba agitado como si una tempestad se abatiera sobre el mar”. Pero cinco minutos después, “un silencio de muerte había reemplazado a aquel tumulto del público brasileño".
La fiesta que los brasileños habían preparado había sido desbaratada por los uruguayos. No hubo guardia de honor, ni discursos, ni siquiera hubo ceremonia de premiación. El pequeño francés creador de las copas del mundo se vio zarandeado por la multitud, y entre ella logró divisar a Obdulio Varela, a quién le estrechó la mano y le entregó la copa, casi a escondidas, sin lograr decirle ni una palabra.
Aquella tarde los charrúas destrozaron una nación. Sin ningún miedo a ganar ni a perder, el 16 de julio de 1950, la cancha del Maracaná quedó regada de sangre de brasileños, ojos de brasileños, entrañas de brasileños. Hubo infartos y suicidios a lo largo y ancho del enorme territorio de la hermana nación. Dirigentes que renunciaron a sus cargos, jugadores que abandonaron el fútbol, y uno de los comentaristas radiales más importantes en el Brasil deportivo en aquél momento, Ary Barroso, dejó los micrófonos para siempre. Corría el minuto 38 del segundo tiempo cuando Ghiggia marcó el segundo gol uruguayo. Barroso apenas pudo informar a sus radio escuchas lo que acababa de suceder. Y de inmediato, ante la sorpresa de sus compañeros, se levantó de su sitio y se fue. ¿A dónde vas?, le preguntaron. A tomar café, dijo. De esta forma pasional e intempestiva, abandonaba el periodismo. Años después, se lo sabría dedicado a la samba, el complicadísimo arte de hacer temblar los cachetes del culo como si fueran gelatina.
Barroso nunca más volvió a transmitir un partido.
Hoy día, que por segunda vez en la historia se inaugura un mundial en Brasil, mucho más viejo, a 28 años de haber recibido este enorme regalo de mi abuelo Rafael, me gustaría creer, aunque no fuera verdad, que la historia del Maracanazo era la historia que él hubiese querido que yo leyera.
Obviamente, cuando juegan Perú y Uruguay, a mí gustaría que fuera siempre Perú el equipo que prevaleciera. Pero cada vez que la selección se enfrenta a Uruguay afloran en mí varios sentimientos encontrados. Al final del partido, aun si Perú le ha ganado a Uruguay, siempre acabo sintiendo que la celeste me representaría muchísimo mejor de lo que lo hace la blanquirroja: este equipo de bailarines, casi siempre timorato, livianito, pechofrío, sobre el que, encima, se extiende una oscura sombra de corrupción, luego del 6–0 que nos endilgó Argentina en el 78; mientras, sigo pensando, que a mi abuelo le hubiese gustado, más bien, que yo me identificara con la serie de valores que representan cualquiera de los jugadores que sacaron a Uruguay a campeón en el 50: Roque Máspoli (arquero); Matías González, Tejera y Gambetta (defensa): Obdulio Varela, Ricardo Andrade, Julio Pérez, Alcídes Ghiggia (medio campistas): y Míguez, Schiaffino y Morán (delanteros):
Once hijos de puta ,templados como una espada, que en esa tarde de 1950 tenían que haber acojonado al ologábalo más bravo del barrio (qué carajo, los ologábalos más bravos en el barrio de Maracaná fueron ellos), y que, sin embargo, supieron guardar la humildad, el respeto y hasta la admiración por el otro, en la victoria.
El fantasma celeste ya aterroriza Brasil.